lunes, 7 de diciembre de 2009

Las murallas de Carcassone (4)


Salíamos, esa fue mi conclusión, nos marchábamos de aquel roñoso lugar hecho de rocas, aquel castillo inmenso y agotador. Me di cuenta de ésto ya pasadas horas tras mi fantasmagórico amigo. Horas... ¿o quizás días?
Qué más daba, lo importante era que cada vez la altura descendía y la luz se amansaba, podía ver a través de las pequeñas rendijas de las murallas que no estaba mucho más alto que las copas de los árboles y eso quería decir que pronto tocaría la tierra firme de la calle, no aquella estúpida piedra medieval...

El ermitaño guía de manos rojas seguía delante mío, ya no desaparecía, debía ser que le agradaba mi compañía y mi olor a sudor, o quizás le encantaba verme sufrir cuando la luz se apoderaba de cada rincón.

Bajamos por un largo y ancho camino rodeado de pequeñas estancias oscuras y vacías, puertas abiertas de par en par que dejaban adivinar muebles viejos y olvidados... tanta soledad, todo cubierto del abandono y los recuerdos perdidos... me pregunté si aquello era el infierno pero olvidé cada uno de los pensamientos que venian a mi cabeza cuando, a lo lejos, se dibujó ante mi la inmensa puerta que daba al exterior.

Corrí.
Corrí como loco dejando atrás el ridículo fantasma.
Traspasé la puerta y corrí entre pinos y robles... y solo en un atisbo de curiosidad decidí mirar atrás a despedir mi condena y observé aquel castillo de cuentos oscuros que por un momento me pareció incluso un reino de belleza.

Luego seguí corriendo celebrando una libertad que... desde el fondo amargo de mi ser... sabía que aún no podía ser mía. Tan fácil, tan absurdo...










Pic. Lluna

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